Quedan 13 días.

Tiene once años y ya sale con su hermandad de barrio. No del suyo, donde todos los días juega en el parque más cercano al trompo y cuando les dejan a la PSP. Y de donde no salen cofradías. No es su barrio, ni el de sus padres. Es el de sus abuelos. Y él sale de nazareno. El capirote es alto, y la túnica y el antifaz son negros. Negros de ruan. La hermandad del barrio de sus abuelos viste túnica de ruán negro de cola. Es el segundo año que sale ajustándose el esparto. El sabe que no debe hablar, y responde con monosílabos o frases muy cortas cuando su madre le pregunta como va o el diputado de tramo se acerca para comentarle alguna cosa a la hora de levantar el cirio. De ponérselo al cuadril. El sale en una hermandad de barrio. Aunque sus amigos del patio a los que les gusta la Semana Santa le digan que no es de barrio, que es de las de negro, de las serias, y que no dan caramelos ni cera. Esto último sí es verdad, lo tiene claro. Pero su cofradía es de barrio. ¿Cómo si no iba a ir él abriendo los tramos de la Virgen de los Dolores con su cera blanca? ¿Cómo si no iban a empaparse su gafas cuando desde dentro de la Parroquia escucha la marcha que Pantión dedicó a su Cristo Caído? ¿Cómo si no iba a saber él que no hay sombra más verdadera que la de verse derrumbado y levantarse ante la cal que te marca el camino?