Quedan nueve lunas

Aquel nazareno blanco de capa (¿o era de cola?) parecía que se resistía a entrar en el templo. Aquel nazareno de antifaz morado (¿o era rojo carmesí?) tenía siempre un recurso para saltarse la fila de la insignia que venía detrás y recolocarse para andar de nuevo los últimos metros de la procesión. Aquel nazareno de cíngulo (¿o era esparto amarillo?) conseguía siempre saltarse al diputado de tramo. Aquel nazareno con cera roja (¿o era blanca?) llegó por fin a la antepresidencia. Y ya podía sentir de cerca cada una de los impulsos con los que los costaleros levantaban el paso de misterio (¿o era un palio de cajón?). Aquel nazareno llegó hasta el maniguetero y le ayudó a terminar el recorrido. Aquel nazareno sin capirote que llevaba setenta años saliendo y que sin saberlo estaba haciendo su última entrada en aquella iglesia barroca (¿o era de principios del siglo pasado?). Nuestro nazareno con sandalias de esparto (¿o llevaba zapatos negros con hebillas?) pudo cumplir su último deseo que por otro lado era su obligación, su llave para continuar ese trabajo que le habían encomendado.

Mientras, en el instante que las dos maniguetas delanteras cruzaban el umbral hasta el proximo año como dicen algunos, mientras, en ese preciso instante, se hizo un silencio en la plaza (¿o era una avenida de las de dos carriles para cada sentido del tráfico?). Y un niño, con sus siete años recién cumplidos recordó lo que su abuelo le decía que ocurría en aquellas situaciones extrañas...¿ha pasado un ángel?