Quedan cuatro lunas

Llevaba escritos más de treinta folios con letra pegajosa e ilegible en ocasiones hasta para su propio autor que se dejaba llevar por todo lo que le iba saliendo. Sin pausas. Ya habría tiempo de corregir. Ahora era momento de vaciarse. Pero paró de golpe la escritura, cejó el nervio con el que escribía hasta ese momento, se secó el caudal del que brotaban palabras y contextos, agarró el mazo de folios y se levantó dirigiéndose a la ventana. Comenzó a leer, dándole entonación y pausas que marcaban momentos más sensibles o que pudieran crear mayor expectación a un invisible oyente. No terminó de leer. Sonrió a la fotografía que presidía el despacho -una visión majestuosa de la torre más alta de la ciudad- y mientras iba introduciendo folio a folio en el destructor de papel hablaba en voz alta, razonaba como si delante de un juez se encontrara "Esto es lo que quieren oír ellos, lo que quieren aplaudir, lo que quieren que les cuente pero nada tiene que ver con lo que yo entiendo por un pregón, lo que a mi me gusta, lo que yo siento, lo que yo veo. Y no necesito más de diez minutos para contarlo. Un pregón no puede durar más que lo que tarda en pasar entera La Macarena, desde las bocinas hasta el último músico del Carmen de Salteras.... eso no es ... es lo que tarda en atravesar la calle Sierpes el palio del Valle en su recorrido de vuelta... eso es lo que debe durar un pregón..." y con una sonrisa diferente a la de antes, con una tranquilidad interior como nunca había sentido, se sentó cogió un folio en blanco y le adjuntó con un clip dos estampitas que tenía en el primer cajón, una de Sor Ángela y otra del Cautivo de Santa Genoveva, y riendo volvió a pensar en voz alta...."La madrugá"... y escribió un título...Quemo mi cama para no dormir, lo subrayó con trazo grueso y empezó a construir lo que sería su pregón... el pregón de los diez minutos. Ni uno más ni uno menos.