La bulla

Era otro día más, como los demás durante el retorno a casa. Otro día más en la soledad del autobús que a esas horas sólo lleva a los últimos pringaos del polígono industrial. Tenía la mente perdida en un problema con uno de los operarios que acababan de entrar, un enchufado en la larga lista de despropósitos. Eramos la única empresa que contrataba en el país, y ninguno valía ni para la cola del paro. Pero un bache en la avenida me hizo mirar hacia arriba, bruscamente, y vi la luna. Me tope con ella, me deslumbró, parpadeé varias veces, moví la cabeza y continué con mis pensamientos entre los hombros. Llegó mi parada y como suelo ser el último pasajero siempre me reservo algunas palabras para ese otro solitario de la noche que es el conductor, y que tras la broma "no vayas a dar otra vuelta con el despiste", me sonrió y me dejó el guiñó que antes le había negado a la luna, "como añoro esas bullas a empujones para subir al autobús cuando la calor aprieta y los antifaces blancos refrescan las calles de vida por una muerte anunciada".

Y fue así como descubrí porque no me gustan los pregones del Maestranza: los dan abogados, médicos, ingenieros, y no conductores del turno de noche de Tussam.