Una razón de peso

Llegaron a casa como todos lo años por el camino más corto. Soltaron las túnicas y las capas en un cesto que les habán dejado en el centro del salón. Capirotes, antifaces, cíngulos y zapatos en los sitios de siempre. Todo en el salón casi como horas antes de salir a la calle. Las medallas las guardaron en los bolsillos de los pantalones, éstas debían volver a la casa de cada uno a recorrer otro año más el camino particular de cada cual. Su única vida en común duraba las horas que compartían en los tramos de la cofradía, siempre en los de palio. Se reunían cada año, ahí y de esta forma. La familia de la pensión que los acogía se encargaba de la preparación de todo lo necesario, no sólo como parte de un acuerdo económico sino como base de un legado  sentimental. Y uno de ellos, el que vivía más cerca de la ciudad era el encargado de las papeletas de sitio.  Este año estuvieron tentados de verse de nuevo en Madrid pero ninguno quiso, no les encajaba,  porque aún sin haber nacido ni haberse criado en el entorno supieron desde el primer momento, desde aquellos años de estudiantes de Bellas Artes, captar la esencia de una procesión de Semana Santa en Sevilla.