El pregón sin voz.

La salud no estaba dándole alegrías aunque nada le hizo detenerse en el invierno cuando tocaba y ahora empezaba a notar que el cuerpo le pedía un descanso. Y aquel día no iba a descansar. Desde primera hora estaba temprano con su gente repasándolo todo. Luego pararía un rato y mucho tiempo antes de la cita con sus peones estaría cerca del punto de encuentro con Alejandro, su hombre de confianza, un joven que le mantenía al tanto pero con distancia de todo lo que a redes y relaciones durante el año con la gente hubiera que saber aunque ese día, a medida que los veía llegar a la plaza se acercaba a hablarles directamente. Uno a uno. Luego dejaba trabajar a los auxiliares. En la calle con el paso fuera rara vez cedía el llamador, le gustaba que su voz fuera la que hilara todo el recorrido, que la llevaran sus hombres asimilada. Y parecía que como todos los años, se quedaban atrás los males y retomaba la juventud por unas horas. Y mostraron clase y fuerza en todo momento y dio las órdenes precisas cuando fueron necesarias con el eco de los contraguías escoltando las maniobras. No eran entradas ni salidas fáciles pero las hacía así, sencillas. Y volviendo tras la última chicotá larga encarándose a la puerta, la Imagen al pueblo,  el paso en la linde del final, su capataz ya dentro. Más lento si se pudiera si fuera posible pero no, no se notaba como la piedra centenaria engullía aquel barco en sus entrañas. Y ahora ya el paso en su sitio, tocaba pararlo, sin voz, ahí queo y golpeó con fuerza aquel martillo que sonó como suenan los libros importantes cuando se cierran con la contundencia de quien llega extasiado al final de una vida.