Ya se lo podía decir, era el rey de los rodeos. Apareció en Sales y Ferrer y hacia la plaza del Cristo de Burgos que se fue dispuesto a realizar un tramo que se conocía de memoria, cuántas veces lo habría hecho en esos días donde no pesan las horas como no pesan los kilos cuando se atraviesa la estrechez que él ahora mismo traspasaba. La más popular de todas por ser la más transitada seguramente. No son pocas las veces que gustaba de hacerse fuerte en la plaza viendo llegar a un palio y en otras ocasiones escapándose de sus prudentes acompañantes necesitando sentir ese trabajo más cercano, incluidas esas caras asomadas a los balcones que sienten el vértigo de la cercanía, tomaba este otro camino. Y como si fuera andando hacia atrás, en una ocasión que no olvida, en un cangrejeo que añora pero no cuenta por aquello de la mala fama, avanzaba entre ciriales por Dormitorio y se acordó de Rosa que tenía la costumbre de mandarle mensajes con las mejores dedicatorias, que años antes resumía en correos diarios y mucho antes en llamadas teléfonicas el Miércoles y el Sábado Santo, y se acordó de Rosa por las palabras del capataz antes de mandar levantar aquella mole hacia el cielo. Y vió al barco perderse en Alhondiga pero sintió como lo paraban en la misma Pila del Pato y le faltó tiempo para plantarse allí de nuevo y escuchar otra vez aquellas palabras, oración hecha añicos entre lágrimas. ¡Qué te vas a curar! ¡Al Cielo con Él!
No quiero abrir los ojos.
Hace 5 años