Ese momento de la Semana Santa influía severamente sobre él, cada año más, marcando la frontera entre la aceleración comedida y la explosión concentrada por lo que decidió perderse por una nueva estrechez, la de Alfaqueque (curioso trabajo el de estos hombres que rescataban cristianos esclavos del yugo musulman) que le dejara caer en uno de sus entramados favoritos, los Humeros, callejas de arrabal marinero gobernadas por una espadaña que sobrevive al paso del tiempo. Bajó por Goles y realizó ese giro brusco subiendo por Barca que le lleva empezar Dársena.
Esas calles que se vuelcan con su patrona de forma festiva y casi sin querer enseñarlo, son calles que llegado el bullicio de las vísperas y la locura de una semana parecen no querer estar pero están. Y allí debajo de una de las casas que se había salvado de la reurbanización generalizada estaba él. Y sabía que sólo tendría que esperar un poco, pronto llegaría, sí, era un violín, cada día de la cuaresma a la misma hora, una sombra reflejada en la pared por una luz interior aunque fuera hiciese un día luminoso. Y todos los días de cuaresma a la misma hora, en una calle perdida de la Sevilla portuaria donde ya no se humea el pescado se producía la transformación. Sonaba Amarguras. Un violín. Una sombra en una calle ajena al bullicio. No cabía más cuarentena.