Dos torres y una espadaña

Quedan 37 días. 

Continué el ensanche mirando sin perder detalle, el mercado, los colegios, escalones y esquinas. Dejando atrás una de las torres y en busca de la siguiente. Moderna y blanca. Candelilla. Plaza. Niños. Olor a café y tostadas de aceite con jamón. Candelilla. Patios con vecinos hablando sus idiomas entendiéndose en el mismo lenguaje. Otra torre atrás. Casitas bajas. Julián de Ávila y San Juan de la Cruz. Plaza de las Moradas. Juegos de niños. Espadaña.

Azulejo en la puerta. En su mano el poder y el imperio. Dentro las pinturas al fresco de Juan Miguel Sánchez. Modernidad y arte sacro. Qué pena no se fomente su visita entre el resto de la ciudad, por qué no se enseña a perder el miedo a descubrir. Y un hombre mayor que desde uno de los bancos me observaba se levantó lentamente y me dijo, amigo ¿sabe que aquí compartieron una noche el Señor de las Penas de San Vicente camino de Juan XXIII y el Gran Poder? No, no lo sabía. Catorce años tenía y le puedo decir que no se rezó con más devoción en la ciudad que aquellas semanas. De un tiempo hacia acá, rara vez suelo entrar en alguna iglesia, quizás, no sé, puede que haya perdido la fe, me apostillaba en un tono bajito y que con la distancia y la mascarilla casi no oía, ya no entro pero no falto cada viernes, bajo y me siento en la plaza y recuerdo a los que se fueron. A aquellos que lloraron de alegría como nunca se había llorado.

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