Aquellas entradas tardías

Estuvo hablándome mucho de esos años, de esas entradas tardías, de esas saetas que les dejaban con la mirada perdida cuando ya se iba el cante, cuando se iba el paso, cuando se iba el Cristo crucificado muy bajo para no rozar el dintel. Se iban peticiones al cielo que no encontraban oído. Aquellas entradas tardías implicaban vueltas andando. Vueltas de arrimarse y andar como uno solo por el frío. Me contó que es su recuerdo reconfortante cuando todo se le tuerce. Qué esa vuelta onírica al pasado le daba la vida. Desde temprano quedaban en la parada para coger el autobús antes de que se llenara de gente. El paso de las horas desgranaría el grupo. Por eso la última del día, la de la entrada tardía no se olvidaba porque el anhelo había hecho de caramelo una espera que para otro pudiera ser eterna. Esperabas la vuelta tras el último palio con campanilleros para volver a casa sin prisas junto al último superviviente, su amigo al que no le llegaban lo que sus lágrimas contaban cuando aquel paso de Cristo arriaba junto a ellos.

Hace varios días estuve con él y no conseguí me hablara de otra cosa ni yo quería dejar de escucharlo.