#Quedan17
Anne-Lise abrió la puerta para salir ella arrastrando la bolsa de
basura. Anne-Lise tiene que abrir las dos hojas porque sino no
pasaría. Y no quiere romper nada, no tiene ganas de enfrentarse al
dueño. Ella, la negra Anne-Lise como se autodenomina cuando habla en tercera persona como si su vida le fuera ajena, sólo limpia el local. Lo hace siempre a
la misma hora. Cuando se han retirado las chicas. Ella, de madre senegalesa y
padre francés, trabaja sin contrato. Como la mayoría. Si su padre antes
de largarse hubiera firmado algun papel ahora tendría pasaporte
europeo. Sería otra cosa. Si no se hubiera ido el pirata de los negocios
un segundo después de ver que su madre empezaba a engordar la tripa. El
culo de la bella y dulce Doriane ya no le interesaba.
Aquel domingo,
Anne-Lise, abrió la puerta como siempre, de un porrazo y avanzó hasta el
contenedor arrastrando la bolsa de basura. Como siempre ajena a lo que
le rodeaba no se percató de la curiosa comitiva que pasaba por la
acera. Aquel cortejo de siete mosqueteros llevaban un pasito de cartón
con dos costaleros, un capataz, un tambor, un aguaó
y dos de relevo que hacían funciones peticionarias. Todos pasaron sin detenerse mucho menos el que llevaba, al que le colgaba, el tambor
de la tienda de los chinos, ya con una sola baqueta en la mano.
Rafalito se quedó mirando al fondo de la oscuridad. Le atrajeron las
luces sobre la barra de madera teñida y los cojines de colores. Y un
olor como el de la feria, cuando temprano lo llevan a los
cacharritos. Que es cuando menos gente hay, le dicen. Ese olor a
desinfectante. Los otros ya habían cruzado la calle. No pudo ver más, y
ya no consiguiría marcar el ritmo a los del palo en toda la mañana.